Vale, hablemos claro y al grano: un juego de rol es básicamente un viaje de imaginación compartida. Ni más, ni menos. Olvídate por un momento de las definiciones rebuscadas o de esas explicaciones de manual que suenan como si vinieran de una enciclopedia polvorienta. Aquí la cosa es simple: te juntas con tus colegas, inventas personajes y vives historias que podrían ser imposibles en la vida real. ¿Quieres ser un guerrero bárbaro que enfrenta dragones? Puedes. ¿Quieres ser un hacker futurista en una ciudad dominada por corporaciones corruptas? También. ¿Quieres ser un mago torpe que solo sabe prender velas con fuego? Adelante.
El juego de rol es, en pocas palabras, interpretar un papel. De ahí viene la palabra rol. Tú no eres tú: eres ese personaje que has creado, con sus virtudes, defectos, miedos y sueños. Y lo más divertido es que no hay un guion cerrado como en una película. Aquí la historia se construye entre todos los que están en la mesa.
Ahora, ¿cómo funciona esto en la práctica? Muy fácil: alguien hace de director de juego (también llamado máster o narrador). Ese colega es el que pone las bases del mundo: describe lo que pasa, lanza los retos, crea los problemas y maneja a los personajes secundarios (PNJ). Luego están los jugadores, cada uno con su propio personaje, que deciden cómo reaccionar ante todo lo que ocurre.
No hay pantallas gigantes, ni mandos, ni gráficos 3D. Lo que hay es imaginación, lápiz, papel y dados. Los dados son los que meten el caos en la partida: tiras uno y decides si tu personaje tuvo éxito o si acaba de meter la pata monumentalmente. Ese “azar” convierte el juego en una experiencia viva, impredecible y, sobre todo, divertida.